Tú no sabes todo lo que se echa a andar en mi cabeza cuando te miro sentado debajo del alto o siga de los autos.
Tú no sabes que quisiera pararme frente a ti y sonreírte, quizá sentarme y preguntarte cómo anocheciste o con quién dormiste la última vez que tuviste un cuerpo de mujer bajo el tuyo.
Tú no sabes por qué ni siquiera levanto la vista o la volteo cuando sigo el paso que me urge a llegar a la esquina todas las mañanas.
Recuerdo que un día te vi vaciando la botella de refresco en tu camisa, la de mezcal estaba tirada a un lado, sin una gota encima. Adiviné tu embriaguez.
Recuerdo que no estabas solo, la mujer que te acompañaba reía contigo, te besó en los labios con un lipstick corriente, tanto que te llenó de rosa en torno a tus labios, hasta vi rosa en tu cuello y en tu nariz.
Pasó el tiempo y desapareciste de tu esquina, sentado bajo el semáforo.
Un día te vi de nuevo, esta vez sonreí y tú ni te enteraste. Caminé 10 pasos más, entonces me detuve y decidí cobrarte mi sonrisa. Regresé y me ofreciste un sorbo que tomé –no sin mucho asco.
Un día te vi de nuevo y estuvimos la tarde disculpando nuestras faltas mientras terminábamos la botella.
Un día te vi de nuevo y me enseñaste que ni siquiera el saludo es gratis.
Tú sabías que lo mejor era mantenernos cada uno en su esquina.
Y ni siquiera voltear a mirarnos.