Me quedé dormida. Eso pensé, que había estado durmiendo.
De esas veces que uno se despierta y no sabe cuánto tiempo llevaba durmiendo. Luego me entró la duda y de ahí en adelante no hice más que cuestionarme y malviajarme.
Todo parecía tan viejo, tan gastado, tan conocido y reconocido. La mesa se veía triste, como una reliquia atorada en una cocina caduca, el piso cansado de ser caminado, la ventana opaca por meses de incesantes lluvias.
Me dieron ganas de estar dormida de nuevo. El problema era que para esas alturas no sabía si eso era el sueño o la realidad. Sentía los ojos hinchados, la boca pastosa; tal cual como si acabara de despertar y sin embargo mi mente se negaba a aceptarlo como cierto por más que tratara de convencerla.
Entonces se me hizo lógico cerrar los ojos y tirarme en el sillón. Al poco rato estaba con los ojos apretados para no ver la mesa, parecía una presencia fantasmagórica. Terminé dándome la vuelta y mi nariz quedó clavada en los cojines que olían a tabaco, humedad y sándalo.
Libre ya de la visión de la mesa fantasma, mi mente se dedicó a viajar en el aroma del sándalo, parloteando sobre la utilidad del incienso, recriminando a aquellos que lo odian, imaginando nubes de humo de colores, hippies, comunas, flores...
Me desperté. Eso pensé, que ya estaba despierta.