viernes, 21 de noviembre de 2008

Cazadora

La mano de él resbala por el hombro, baja. Le dice todo lo que no escucha de la boca, de los ojos cerrados.

Ella lo espera, sin prisa, sin demasiada sed: sabe que una historia siempre crece dentro de las uñas, sobre los nudillos rotos. Y no hay mucho qué hacer si uno se suelta. Si se deja ir por el cuerpo del otro, por los canales de la piel que hunde las costillas; hasta que uno deja a la lengua del otro jugar con el ombligo, iniciar el angostísimo camino al infinito.

Pero él la suelta de pronto, justo cuando ya descendía por el pecho izquierdo. No dice nada, no necesita decir nada, ella lo intuye: le duelen, como a ella, las yemas de los dedos, las coyunturas; ha desgastado su huella en tantas historias que teme quedarse sin laberintos en la punta de la piel, quedarse sin piel, sin carne.

Ella lo abraza, le dice que no importa, que tal vez, algún día. Porque sabe que ella será quien lo busque de nuevo, y lo dejará cazarla sin que él se dé cuenta, sin que él le perciba la sed, las ganas de hundirse en ese pecho muchos años.

Lo siento, dice él. Y ella también lo siente, pero sabe. Volverá para ser buscada, atrapada por él y, entonces, la mano bajará, y ascenderá, y le dibujará sus laberintos en la piel hundida. Aunque tenga que aparecer muchas veces, muchos días disfrazada de azar y coincidencia.