No es que no me guste el mar, es que le tengo miedo... Y no admito ni una sola broma al respecto, si entendiera usted se abstendría de cualquier tipo de burla.
Verá, no confío en el mar. Tengo una lista infinita de razones para desconfiar pero la que encabeza esa lista es la siguiente: el mar tiene una cuenta pendiente conmigo.
Ríase si quiere pero es cierto lo que le digo. Cuando era pequeña, pequeñita, el mar me reclamó a su oscura morada y valga el destino o la buena fortuna, me salvé.
Al principio pensé que ese era el fin de la historia y luego comprobé que había sido sólo el inicio.
Cada vez que me acercaba al mar (y en ese tiempo lo hacía con gusto y sin recelo) sentía sus ganas de tragarme entera. Como si me hubiera perdido, como si me estuviera buscando. Muchas veces me encontré frente a él hipnotizada por su susurro de olas y sabía, aunque era una niña, sabía que me llamaba.
Pero a mí me gusta la tierra, me gusta esto de caminar y sentir el suelo bajo mis pies, por eso no me confío del mar.
Yo no haría bien de sirena… sólo me quedo como sirena varada.
(En días como hoy es cuando más miedo me da terminar como mi tía Victoria… loca, esperando a que le lleve sus dulces).