José me pidió que llevara una botella de tequila Don Julio a la mesa catorce. Desde la barra y en cuanto recibí la orden, observé al sujeto que la ocupaba. Era un hombre apuesto, que debía andar por la treintena de años y que vestía un poco como un criminal: sus ropas, sus guantes y el pasamontañas eran de un negro profundo. Inquieto, me observaba desde su lugar y yo, satisfecha por encontrar simpático al primer cliente de la noche, me dirigí sin prolongar la espera.
Ya de cerca lo encontré más atractivo aún. Tenía cejas hirsutas y de un azabache casi tan profundo como el de sus prendas. Los ojos eran exquisitos en tanto que manifestaban una tristeza incurable. Lo saludé:
– Hola, guapo.
– Hola, mujer – respondió.
Su voz era dulce y casi me estremecí al escucharla. Acto seguido, le pregunté qué hacía un hombre tan bien parecido en ese lugar, refugio de esperpentos sin remedio ni mejoría y de fracasados incapaces de conseguir por su propia cuenta la mujer con la que soñaban. Contestó a eso diciendo que yo no debía juzgar a quienes frecuentaban estos sitios y menos frente a un cliente. Me pareció razonable, mas le dije que pretendía hacerle un cumplido. Después me dijo que su padre lo había enviado aquí como recompensa por haber cumplido satisfactoriamente una misión que le había encargado. Me contó que entre tanto había tenido que abstenerse de frecuentar mujeres y que esa era una urgencia en aquel momento.
Quise saber más sobre la misión, pero ya no me dio más detalles. Sonó entonces una de mis canciones favoritas y lo invité a bailar, pero se negó y fue directo al asunto.
– Mira, mujer, tengo prisa – dijo – y quiero estar en casa lo más pronto posible. Consigue un cuarto. Por la paga no te preocupes, preocúpate por procurarme el mejor de los placeres carnales.
Sacó de un portafolio que conservaba bajo la mesa una gran cantidad de billetes y me dio parte de ellos para pagar la botella de tequila que aún no había destapado. Fui hasta la barra y le pagué a José; también le pedí las llaves del mejor cuarto del burdel. Fui hasta la mesa y tomé al sujeto de las manos y lo arrastré contenta porque con lo que lograra sacarle al hombre haría para toda la noche. Contenta también porque, como ya dije, era un hombre sumamente apuesto. En cuanto se puso de pie dejó ver un cuerpo atlético y una estatura significativa.
Entramos al cuarto y lo besé en la boca. Sus movimientos eran un poco torpes, quizás porque traía prisa. Decidí entonces entrar cuanto antes en materia y me arrodillé para bajar su cremallera. Descubrí allí un prepucio virginal que me asombró. Le pregunté por su edad y me obligó a callarme posando el dedo índice de su mano derecha en mi boca.
Antes de darme cuenta estábamos sobre la cama besándonos apasionadamente. Empecé a desnudarlo. Al quitarle la camisa pude ver una herida a su costado derecho, algo más abajo del corazón. Una herida profunda que no había sanado del todo. Lo miré interrogativamente pero no dijo nada al respecto. Siguió besándome. Seguí desnudándolo: le quité los guantes y presentaba heridas también en ambas muñecas. Heridas parecidas se veían en sus pies y cortadas superficiales aparecían en su frente.
Cuando debí haber callado le pregunté qué le había sucedido y sólo atinó a pedirme que no dejara de hacerle el amor, que lo merecía; no pude entonces evitar ceder a la tentación y metí mis dedos en la llaga de sus costillas.
Ya de cerca lo encontré más atractivo aún. Tenía cejas hirsutas y de un azabache casi tan profundo como el de sus prendas. Los ojos eran exquisitos en tanto que manifestaban una tristeza incurable. Lo saludé:
– Hola, guapo.
– Hola, mujer – respondió.
Su voz era dulce y casi me estremecí al escucharla. Acto seguido, le pregunté qué hacía un hombre tan bien parecido en ese lugar, refugio de esperpentos sin remedio ni mejoría y de fracasados incapaces de conseguir por su propia cuenta la mujer con la que soñaban. Contestó a eso diciendo que yo no debía juzgar a quienes frecuentaban estos sitios y menos frente a un cliente. Me pareció razonable, mas le dije que pretendía hacerle un cumplido. Después me dijo que su padre lo había enviado aquí como recompensa por haber cumplido satisfactoriamente una misión que le había encargado. Me contó que entre tanto había tenido que abstenerse de frecuentar mujeres y que esa era una urgencia en aquel momento.
Quise saber más sobre la misión, pero ya no me dio más detalles. Sonó entonces una de mis canciones favoritas y lo invité a bailar, pero se negó y fue directo al asunto.
– Mira, mujer, tengo prisa – dijo – y quiero estar en casa lo más pronto posible. Consigue un cuarto. Por la paga no te preocupes, preocúpate por procurarme el mejor de los placeres carnales.
Sacó de un portafolio que conservaba bajo la mesa una gran cantidad de billetes y me dio parte de ellos para pagar la botella de tequila que aún no había destapado. Fui hasta la barra y le pagué a José; también le pedí las llaves del mejor cuarto del burdel. Fui hasta la mesa y tomé al sujeto de las manos y lo arrastré contenta porque con lo que lograra sacarle al hombre haría para toda la noche. Contenta también porque, como ya dije, era un hombre sumamente apuesto. En cuanto se puso de pie dejó ver un cuerpo atlético y una estatura significativa.
Entramos al cuarto y lo besé en la boca. Sus movimientos eran un poco torpes, quizás porque traía prisa. Decidí entonces entrar cuanto antes en materia y me arrodillé para bajar su cremallera. Descubrí allí un prepucio virginal que me asombró. Le pregunté por su edad y me obligó a callarme posando el dedo índice de su mano derecha en mi boca.
Antes de darme cuenta estábamos sobre la cama besándonos apasionadamente. Empecé a desnudarlo. Al quitarle la camisa pude ver una herida a su costado derecho, algo más abajo del corazón. Una herida profunda que no había sanado del todo. Lo miré interrogativamente pero no dijo nada al respecto. Siguió besándome. Seguí desnudándolo: le quité los guantes y presentaba heridas también en ambas muñecas. Heridas parecidas se veían en sus pies y cortadas superficiales aparecían en su frente.
Cuando debí haber callado le pregunté qué le había sucedido y sólo atinó a pedirme que no dejara de hacerle el amor, que lo merecía; no pude entonces evitar ceder a la tentación y metí mis dedos en la llaga de sus costillas.