miércoles, 7 de mayo de 2008

8 de mayo de 1998


La noche del jueves 7 de mayo llegué a casa después de discutir con el pelado en turno. No había nadie, y se me hizo raro, a esa hora –serían las 10 de la noche– papá siempre estaba ahí. Afuera, en el porche, fumando sus tabacos.

Busqué y busqué. Llamé y llamé. Al poco rato llegó La Negra, mi hermana mayor, venía llorando inconsolable. Me dijo entre sollozos que papá estaba internado, que había sufrido un infarto. Me alarmé, pedí me dijera en qué hospital estaba, quería verlo. Necesitaba verlo. Necesitaba ver a mi Ángel.

Después de decirme en qué hospital estaba, salí corriendo de la casa y tomé un taxi. Llegué y busqué el lugar, busqué información, busqué a mi mamá –fueron horas de búsqueda, que a la postre se han convertido en 10 años.




Estaba en un pasillo demasiado largo. Y ahí fue donde soltó la frase que más he odiado y que no he podido olvidar. No, no fue “está muerto”. La frase, si me lo permiten, me la guardaré.

Respiraba, dolorosamente aún respiraba. No me dejaron verlo sino hasta el siguiente día. Mi coraje crecía a cada minuto. Por qué chingados no lo trasladaban, no merecía estar ahí.

Lo vi, se veía tan pequeño, tan débil. Sólo atiné a tomarle las manos y acariciárselas. Me empeñaba en decirle que todo estaría bien, que él se repondría. Su rostro reflejaba amor y dolor. Cómo olvidar cada imagen de esas 19 horas.

Nos miramos y comenzó a hablar.

Lo primero en soltar fue: “Quiero pedirte que no te asustes”.
-Si no estoy asustada, me preocupa que aquí no tienen el equipo para atenderte, pero no te preocupes, ya viene la ambulancia para hacer el traslado-
- Gracias por hacerme feliz, hija. Te amo-.

No sé cómo contuve las lágrimas (espero algún día poder entenderlo), le dije que yo también lo amaba, que estuviera tranquilo, que no se iba a ir a ningún lado, que no le iba a pasar nada.

Él sí lloró, tal vez un poco porque sabía lo que venía, tal vez un poco por el dolor físico, tal vez por…

La ambulancia llegó a las 3 de la tarde, la gente del IMSS no quería dar el permiso de traslado. Me hicieron firmar un acta responsiva, esa donde yo, como mayor de edad, me hacía responsable de las consecuencias de sacarlo de ese horroroso lugar.

Subieron los camilleros y con ellos bajé al lado de mi Ángel y de mi madre. Nos fuimos en esa ambulancia acompañándolo. Aún me duele la mano derecha al recordar la fuerza con que me sujetaba.


Ese horrendo sonido de la sirena mientras circulábamos por Constitución. Aún me duele ese ulular de las ambulancias.

Uno, dos, tres estertores. Venía el definitivo. El que le arrancaría minutos más tarde toda fuerza vital.

Llegamos a ese hospital de la avenida Hidalgo. Sala de Urgencias. Movimiento. Un ir y venir de doctores y enfermeros. Comenzaron a correr. No pueden estar aquí. Me quedé a sólo unos pasos. Tal vez 10.

Llega el antagonista. “Lo siento”.

De sus ojos aún abiertos rodaron dos lágrimas largas. Sólo estábamos mis hermanas, mi madre y yo. Recuerdo que mi madre me dijo: “Ya está descansando”. Lo único que me salió decir fue, apuntando a una de las tantas imágenes que había en el lugar: “¿Y ese es tu Dios; el que me lo quita?”. Salí del hospital y en los jardines prendí un cigarrillo. Vomité.

Todo fue una sucesión de recuerdos en cámara lenta.

Minutos más tarde –minutos que parecieron entonces largas horas– regresé donde él. Nos dijeron que podíamos entrar a despedirnos. Así lo hicimos. Mis hermanas y madre se acercaron. Parecía dormir. Lo abrazaron. Yo sólo me quedé en la puerta. Me decían: “Despídete de el, que después te vas a arrepentir”.

Me negué, porque lo veía y no, no era ya él. Todos creyeron que estaba en shock. Ángel y yo nos habíamos despedido horas antes. Nuestro epílogo comenzó horas antes, en aquel otro hospital, y lo cerramos en la ambulancia.

No tengo idea de por qué escribí esto. Tal vez, como desde hace 10 años, me niego a soltar su recuerdo. Tal vez sea una forma de honrar la memoria de la persona que marcó mi vida, la que me heredó lo mejor de sí.
Y con este post número 100 te recuerdo.