Le sacó la lengua a su reflejo y comprobó lo que temía: aquel órgano sensible y móvil se encontraba reposando tranquilamente dentro de la cavidad bucal y sobre el labio inferior, pero su color distaba mucho de ser normal.
Observó durante un minuto sus ojos -no más de un minuto, ya que es bien sabido que uno no debe mirarse a los ojos por mucho tiempo pues corre peligro de perderse para siempre en el reflejo-, cerró los párpados y emitió un sonoro suspiro. La cosa no iba bien, nada bien.
Se vistió con una sonrisa y la cabellera perfectamente desordenada y así, sin más, salió a la calle.
Caminaba como si diera tres pasos hacia adelante y uno hacia atrás, entre arrastrando los pies y flotando -entre azul y buenas noches, diría mi abuela-. El sol, reflejado en su pelo, parecía una llamarada que se evaporaba lentamente.
Mientras tanto, su sombra ya se había adelantado casi una cuadra, jugaba divertida a desaparecer en las sombras que proyectaban los árboles sobre la banqueta.
Dos cuadras atrás se encontraba su loca mente que volaba distraída creyendo que llevaba el ritmo de los pies y probablemente otra parte de ella todavía seguía acostada en cama.
Y pese a todo eso, sonreía y el brillo en sus ojos era capaz de reflejar todo lo que la rodeaba.
Llevaba a esa mujer atravesada en el corazón.