Me abrazó. Para los presentes, pareció un abrazo casual, de amigos. Para él, un estrujar en el que la ropa sobraba. Para mí, la satisfacción de sentirme cerca.
Por más que traté, no pude dejar atrás las ocasiones en que compartimos la cama, cuando en el abrazo inicial se despertaba el calor de los cuerpos, y antes de levantarnos sabíamos que nuestras soledades eran complementarias.
La distancia fue, de manera consciente y voluntaria, una frontera necesaria para reconstruir nuestras vidas. Su vida. Mi vida. Un pacto de silencio por unos meses, un pacto que no necesitó ser establecido. Sólo se dio, igual, de manera silenciosa. Él con su vida. Yo con la mía.
No más ojos color miel en medio de una piel tostada de nacimiento. No más mezclar la leche y la canela. No más encuentros ocasionales intentando descubrir el porqué podíamos estar juntos sólo un par de horas y no un par de vidas.
Nomás esperé que no regresara con su sonrisa tímida a intimidarme. Pero volvió, inconsciente e involuntariamente, por casualidades del destino. En un pacto de olvido que no se estableció. Sólo se dio.
Atrás quedaron los encuentros, la cercanía implica lejanía. Lo abracé. En él se reavivaron los momentos. En mí se cerró un capítulo.