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Esperaba afuera, medio sentada en la cajuela del auto. Adentro, en la casa, el cuerpo endurecido de mi nieto yacía en la cama. El cuarto –uno de los dos cuartos pequeños– olía a flores ácidas y decaídas por los fluidos de esa masa tan pequeña. En la recámara principal estaba el cuerpo de mi hija, que recién se había volado los sesos con una calibre veintidós.
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Se acercó llorando, con la falda manchada de mugre. En las rodillas se le formaba ya la costra. La profesora me vio con la cara compungida. Estaba dividida entre la acusación y la disculpa.
Miré a mi hija y la apreté contra mi regazo. –Si otro cabrón te molesta porque no tienes papá, le dices que tienes tanta madre que entre las dos nos madreamos a su padre, que lo traiga.
La profesora entendió la indirecta y dio dos pasos hacia atrás.
–¡Todo es por tu culpa!– y mi treceañera azotó la puerta con un vigor tal que los cristales de toda la casa retumbaron.
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–¿De verdad me compras el piano?– dijo, y me observó como si estuviera a punto de retractarme.
–Ya te dije que si yo apoyo lo que haces, lo pago. Y si no, pues no te impediré que lo pagues tú. Me parece bien el piano...
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–Yo no te abrí las piernas ni tuve el orgasmo, ni se la mamé a tu güey ni se me olvidó tomar las pastillas. No veo por qué tengo que pagar yo.
–¡Mamá!– dijo, furiosa.
–No. Lo tengas o lo pierdas, no es mi problema y no te voy a dar ni un peso. Puedes quedarte en tu cuarto, pero no esperes que cambie ni un pañal.
La cara le temblaba. Con la mandíbula apretada me miró odiándome.
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–Pudiste haberlo abortado, pero esto es un asesinato.
Miré el cuerpo asfixiado sobre la cama. Ella aún apretaba la almohada entre sus incrédulas manos. Tenía la mirada enloquecida. La cara, plagada de arrugas resecas, ya no parecía la de una niña de diecinueve años.
–La pistola está en el tercer cajón de mi buró. Llamaré a la patrulla y me saldré a la calle. Tú decides qué hacer.
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Un tronido seco, un golpe desarticulado. Cerré la puerta tras de mí y esperé a medio sentar sobre la cajuela del auto.