Tenemos por ella como una especie de adoración.
Adoramos por la sangre. La de nuestros progenitores, a quienes veneramos y cuidamos y de los cuales aceptamos todo tipo de maltrato.
Adoramos también la de nuestros amantes, que se vuelve blanca y nos invade de vez en cuando y parecería que desde ese momento pasa a ser santa.
Hasta la de la menstruación que dejamos caer, inútil, cada mes; hasta ésa tiene lugarcito en nuestro corazón.
Ni qué hablar de la sangre de nuestros hijos, engendrados o invasores, como sea, también es santa su sangre y le debemos honores más esforzados que los que dedicamos a la propia.
Pero yo me pregunto: ¿Qué pasa con la sangre que nos corre por las venas, la nuestra, la verdadera, la única absolutamente cierta?
No pasa nada, me parece.
Lo que más me preocupa es que a la sangre le sigue la palabra…