La boca de mi sexo busca en el aire algún aliento. Intento distraerla pensando en la canción que acompaña las alcohólicas sonrisas que amueblan el bar, pero el ritmo de la música acelera su pulso. Palpita. Me obliga a mirar de mesa en mesa, de cuerpo en cuerpo.
Un hombre me sonríe al otro lado de la barra. Levanta la copa. Un suave tambor golpea mi carne por dentro y la enrojece. Él comprende, se pone de pie y avanza hacia mí. Mis ojos fijos en las faldas y pantalones abultados que una rumba zarandea pretenden ignorarlo. Pero el hombre no se detiene; parece adivinar la contienda que me aturde. Se acerca. Algo me dice. Puedo oler el tequila que navega por su sangre.
Como una llama sobre licor derramado, mi sexo corre por toda la piel y la enardece. Yo intento ocultarlo pero mis álgidos gestos no son suficientes: sin mucho esfuerzo, él toma mi mano y me conduce al rectángulo de duela donde decenas de pies se arrebatan el espacio. Los acordes del piano nos sueltan los pasos. La clave cubana mueve mis piernas sincopadas, las suyas me siguen con un ritmo perfecto. Mis hombros se relajan.
Él se aproxima. Su mano, con una firme caricia circular, sostiene mi espalda que se empeña inútilmente en alejarme de su pecho. La pena y la razón me abandonan en un golpe de pailas.
Una cumbia ondula nuestras cinturas y las empalma. Mi sexo siente en el suyo el latido del bajo, babea, me ensordece. Un bolero nos cambia el ritmo: mi cuerpo parece mudarse a su cuerpo en la lentitud de un giro.
El hombre me mira y sonríe. Le pregunto su nombre. Él acerca sus labios, me deja un hilo de letras en la boca, el sabor de su voz, y se retira. Lo veo salir del bar solo, sin prisa.
Una lágrima ácida me escurre entre las piernas.