Me mira decidido. Se acerca. Pronuncia mi nombre y su voz se hace humo en el aire. Las otras mueren de celos, lo sé.
Con la seguridad de quien tiene gustos precisos, me toma de la cintura, me arrima hacia él. Puedo oír las pisadas de su corazón caminar por las venas de su cuello. Sonríe. Casi toco sus labios carnosos.
La mano derecha me abraza con firmeza y me sube al auto. La izquierda me desviste despacio, como si temiera lastimarme.
En un beso amplio, profundo, cubre mi desnudez y absorbe la escarcha que tantos meses de espera han dejado en mi cuerpo. El frío casi lo quema, pero no se retira. Sube por mi pecho, baja.
Al navegarme, su lengua se va llevando mi piel, toda mi agua. Dentro de él, deshago los sabores revueltos de su boca. Ya no soy yo: soy el líquido vivo que lo habita.
No puedo contenerme: me escurro silenciosa entre sus dedos.
De pronto, una voz lo separa abruptamente de mi cuerpo:
– ¿Me dejas probarla?
La mujer que acaba de entrar al auto me arranca de su mano, me mete completa en su boca y se lleva de una mordida mi congelado corazón de fresa.