miércoles, 3 de septiembre de 2008

Pueblo cuetero

Uno de los muchos momentos gratos que nos depara la lectura de Noticias del Imperio de Fernando del Paso, es aquél en el que nos cuenta cómo Carlota, recién llegada a México, contempla a sus nuevos súbditos en el repetitivo acto de arrojar cuetes (los cohetes con h o con o son de diseño alemán y no los expenden en México).
En honor de la nueva emperatriz (o gobernante, o santo patrono, o mito ancestral, o planta nuclear, o reina de belleza, o júbilo indefinido, o certamen ciclístico) los mexicanos arrojan cuetes.
A veces, cuando la ocasión lo amerita, se trata de cuetes barrocos que describen en el cielo complejas evoluciones para luego estallar en luces multicolores que trazan diseños como de jícara michoacana. En otras ocasiones –la mayoría– nada más suben al cielo con ronco silbido y luego truenan. Nada más.

Yo, como Carlota, he visto desde mi perpleja infancia esta mexicanísima ceremonia: un cuetero y cuarenta compatriotas que lo rodean y que ahí se están hora tras hora levantando la cabeza rítmicamente y oyendo los tronidos. A veces se distraen para comprarse un raspado, un elote desgranado o un pepino enchilado. Los perros van y vienen, los niños se extravían, a veces para siempre, y sus padres siguen ahí, comiendo pepino y oyendo tronar los cuetes.


Ni modo: somos un pueblo cuetero.


Eso no admite dudas. A la pobre emperatriz, que no podía entender por qué durante más de setenta y dos horas sus súbditos no pararon de tronar cuetes, hoy no podríamos darle una mejor explicación: somos un pueblo cuetero.
Lo somos de raíz. La vocación cuetera no distingue ni edades ni niveles sociales. Personas como yo (y como Carlota) que abominan de escupidores y que no le ven chiste al ritual del tronido, son considerados como extranjeros indeseables y terminan locos en algún castillo, o ejecutados en Yucatán, o trabajando para cierto grupo "multimedia" nacional. Tres designios aciagos. Lo sé por experiencia.


Desde muy pequeña fui radicalmente segregada del resto de mis primos, precisamente por mi falta de pasión cuetera. Nunca pude, por ejemplo, compartir el absoluto regocijo que le producía a mi primo Oscarín colocar cinco palomotas en serie en el baño de mi prima Nadia. Todavía hoy, cuando mi amigo Mauricio, tan querido por otras razones y tan respetable en apariencia, se acerca con rostro de “ahora sí comienza la diversión” y me muestra la enorme caja de cuetes que acaba de comprar, yo me siento extranjera en mi propia tierra y prefiero irme a dormir (cosa que no lograré con los cuetes).
Sin embargo, estoy consciente de que yo soy la del caso anómalo. Mi primo Óscar y Mauricio son hondamente mexicanos.
A mis ¿? años no logro entender por qué nuestras etnias gozan tanto al oír tronidos. Si pasara algo más… pero nomás truenan y de un hecho tan primario brota una felicidad mayor que la que sentiremos cuando terminemos de pagar la deuda externa.

Les aseguro, amados compatriotas, que el júbilo independentista puede prescindir de los cuetes. Por favor, no los lleven a la ceremonia cívica. No beban a lo bruto. Comportémonos como gente decente y no como lo que somos y, por favor, tengamos la fiesta en paz.
Muchos años llevo recomendando que gritemos en voz baja y que en lugar de pegar el aguardentoso alarido ¡Viva México!, hagamos algo todos los días para que México viva.