A mis muertos locos
Sí, me recuerdas aquel otro
que bramaba en su lengua antigua
los rezos y las bombas
o se asomaba amarillento, llamándote
al inmenso contenido de sus brazos:
Se fue, lo perdí,
lo perdió la tierra.
Llegas con ese olor de diciembres
y de sílabas silvestres y de orquídeas
que reclama para sí el cansancio.
Tienes el don de la tierra que, larga, calla,
y la risa crédula del espacio que avientas.
Sí, me recuerdas aquel otro
que llegó de espaldas, llorando,
con ruido mundial pero tenazmente solo,
afectuoso como un pan bajo la lluvia,
silenciado por tanto humo,
tanto duele, tanto andar
su noche de espesa muerte infantil, cuarenta pasos
y ninguna parte.
Era suave como pluma de rinoceronte (se fue),
como el miedo su mejilla,
era dulce con la hora que lo ansiaba,
pero desesperaba de los ojos cagados,
del hambre y del asfalto
y mordía despacio los sonidos viudos
de su máquina de escribir.
Atropellado por el motivo (lo perdí) y el límite,
atrincherado en los santos cuarteles del dolor,
lo perdió la tierra.
Y en el desorden de las llegadas, la última,
la tuya, me trae ese polvo, esa mirada
hacia las distancias lluviosas,
hacia los mares que no tuve,
hacia los eternos temas de la derrota,
hacia los muertos que se agitan en nosotros
y se resisten a morir.
Luminoso y doliente, me traes el recuerdo
de aquel difunto de Zaragoza,
de México, de Chile
que tocó con creces su rincón solitario,
su sed pacífica de cuerpos, antes de sucumbir
en una habitación hacinada, olvidado por sus libros,
sus incendios, acariciado por el abuelo magnolio y la cuchara,
su cuchara ¡lamparita de afectos, hermana!
Sí, y me recuerdas aquel otro
que llegó de espaldas, llorando,
y que llorando, la última vez
que se acercó a nuestro encuentro
(el cansancio goteaba sobre su amor y su cansancio)
me dijo, con un bramido casi blanco de su garganta:
“ya no importa lo que él haga, me va a herir”.