miércoles, 9 de enero de 2008

Rarezas

La verdad es que, ver un deporte, lo mismo en TV que en vivo, siempre me ha parecido una tontería. Admito que practicarlo pueda resultar agradable; como pasatiempo, como ejercicio físico, para estar en forma, para descargar adrenalina; pero ver cómo lo practican personas desconocidas, o aun conocidas, lo encuentro un poco absurdo. Igual que atender a una partida de ajedrez ajena. Ni te va ni te viene. Ni instruye ni es artístico ni una chingada. Y quien me venga diciendo que el futbol es un arte, le suelto que el ajedrez es un juego de azar.
Pues no sé cómo, pero durante mis vacaciones en la Madre Patria, Luis me enreda para ir a un partido del Real Zaragoza contra el atlético de no sé qué. Bueno, al menos puedo caer en el sempiterno juego del hemos ganado o han perdido, dependiendo del resultado.
Luis, que sabe muchísimo de futbol, comenta que es un partido importante. Hemos rellenado unas quinielas especiales de un solo partido. Rellenas datos de lo que ocurrirá durante el encuentro, justo antes de dar comienzo. A la entrada das un recibo con tus pronósticos, en los apartados de pichichi, goles, córners, pénaltis, tarjetas amarillas y rojas, saques de banda... detalles que, a mi parecer, y supongo que al de todo el mundo, resultan dificilísimos de vaticinar, si no imposible, y que la mayoría rellenamos a tontas y a locas.
Cuando llegamos al campo, los alrededores están infectados de aficionados, disfrazados con bufandas, camisetas, gorras, cintas y merchandising oficial de su equipo.
Al parecer el partido ha comenzado ya, y hay ansias por entrar rápidamente y perderse lo menos posible del, dicen, emocionantísimo partido de la recontracopa. Damos codazos, nos escurrimos, utilizamos el truco de la embarazada, el del pase de palco, el de perdone pero es que tengo un poco de prisa, nos colamos. Mas, a penas llegamos al pasillo interior de la Romareda. Piiiiiiií. Final del encuentro. Y órale, todos para afuera. La misma operación.
No hemos visto absolutamente nada del dichoso partido. Y ahora, la avalancha de gente nos empuja sin piedad fuera del recinto. La megafonía anuncia el resultado de la quiniela. Apenas puedo levantar el ticket de los pronósticos para revisarlos, pero me temo que no he atinado ni una. Lo tiro con rabia.
–¡Pero mujer!, qué haces, ¿has mirado la pedrea? Si coincide el pichichi ganas incluso más–, me grita Luis desde debajo de un gordo sudoroso embutido en una camiseta del equipo contrario.

–¡¡Y yo qué chingados sabía!! Y ¿qué madres es eso del pichichi? Además, cualquiera encuentra ahora el papelito de los pelos.
La masa nos lleva en volandas. Nuestros pies apenas tocan el suelo, y cuando lo hacen, es porque te pisa un rinoceronte del ultra sur.
Una vez fuera del campo, me percato de la nueva ubicación del legendario campo zaragocista. Rodeado por montículos prácticamente desérticos, apenas se vislumbran rastros de civilización. Solamente, y como último recuerdo de lo que fue en tiempos, queda, en uno de los laterales el Rogelio’s, el restaurante de los aficionados al balompié. Antes de que, sorprendida, haga comentario alguno, un hincha fuma-puros y bebe-coñac, comenta:
– Han elegido bien el sitio. Los balones, cuando salgan escopeteaos fuera del campo, de uno de los zurriagazos, no molestarán más a los vecinos, y además, ¡manda cojones!, aquí no hay delincuentes que los puedan robar.
Los incondicionales de ambos equipos, como buenos hermanos, unidos por la pasión hacia el mismo deporte que alimenta nuestros espíritus, vacíos y sedientos, nos ponemos en peregrinación hacia el horizonte, a la tierra prometida por los Dioses del Olimpo: Zaragoza. Una vez que cruzamos la estéril cordillera que circunda el terreno de juego, el Océano Pacífico se abre frente a nosotros. Las famosas tres carabelas, que en su día comandaron Colón y los Pinzones, ancladas en la playa, nos llevarán a nuestro destino, no muy lejos de aquí.
Algo apretujados, nos acomodamos en los camarotes de las galeras, mientras los visitantes se atan sin rechistar las cadenas a los tobillos y las muñecas, se quitan las camisetas, espolvorean talco en las palmas de sus manos, y se disponen a remar rumbo a la ciudad inmortal.
El trayecto es dificultoso, por supuesto. Una o dos tormentas dan de tumbos a los barcos, zarandeándolos, y llevándolos a la deriva. Pero la peor de las dificultades nos espera al llegar a la costa aragonesa. Varios barcos pirata, con calavera cruzada por tibias en banderas negras, nos esperan en uno de los recodos que forman los riscos de la bahía.
–¡Es una emboscada!– grita el vigía, todavía vestido de árbitro.
El asalto es a muerte. Luis ordena al contramaestre que libere de sus cadenas a los hinchas. La lucha sin cuartel se lleva a millares de muertos y heridos por delante. Es una carnicería, cruel y sangrienta. La piedad nos la hemos dejado en los camarotes. Aun así, ellos son asaltantes profesionales, y nosotros, aunque valientes, nunca hemos utilizado espadas, cuchillos y pistolones más de lo necesario. O sea, nunca. Sus galeotes están provistos de poderosos cañones que hunden nuestras carabelas, como si fueran de papel maché.

Barcelona se quedará sin recuerdo de la masacre de las Américas. ¡Que se chinguen! ¿Desde cuándo mitifico genocidios? ¿Y el Real Zaragoza?, esto lo siento un poco más por Luis, David y El Carnes, y alguno que otro aficionado que conozco, tendrán que buscarse la vida para próximos partidos.
La batalla continúa en las arenas de la playa, cuerpo a cuerpo. Algunos cuellos rebanados, algunos vientres agujereados, vomitando vísceras y corazones que todavía laten, flotando sobre las olas. Sus trabucos nos atraviesan despiadadamente. Una bala de cañón me ha volado una oreja (¿reminiscencias de Van Gogh?), y me falta algún dedo, pero es de la mano izquierda, y aún puedo pelear. Instintivamente retrocedemos intentando salir de la bahía a nado. Es nuestra única escapatoria. Los piratas se quedan en la orilla, sabiéndonos rodeados. O ellos, o la inanición, la sed, los tiburones, el agotamiento... alejándonos cada vez más, me subo a uno de los laterales de una de las galeras que, a modo de barcaza de náufrago, flota en la superficie. En pie, arengo a los supervivientes:
–¡Vayamos mar adentro!, no dejemos que esas alimañas acaben con nosotros, no permitamos que descuarticen nuestros cuerpos, albergue de nuestras almas inmortales. En la mar moriremos como los capitanes intrépidos. Allí donde nace toda la vida, allí donde quedó sepultada la Atlántida, la más grande y antigua de las civilizaciones. ¿Quién me sigue?Uno a uno, brazo a brazo, poco a poco, los supervivientes apoyan mi propuesta.