Creo que ahora sí nos excedimos. Me cuentan y la historia así lo comprueba, que las sociedades exasperadas, confusas o deprimidas suelen buscar en la desmesura y en los excesos un remedio para los males de su espíritu.
En México esto es difícil de discernir porque ya somos pachangueros de nacencia. Es más fácil estudiar este fenómeno entre culturas como la alemana, que normalmente dedica sus enteras energías a desarrollar un nuevo tornillo, o un revolucionario aparato para depilar la nariz y que sólo se entrega al orgiástico desmadre cuando pierden una guerra o una copa mundial de futbol. Es decir, los teutones suelen ser mesurados y sus esporádicas desmesuras son mundialmente catastróficas.
Los mexicanos tendemos naturalmente a la desmesura y cuando se nos pasa la mano, como es el caso del diciembre actual, las consecuencias recaen directamente sobre nosotros y son un gran incentivo para los laboratorios que fabrican medicamentos estomacales y calmantes hepáticos.
En su momento lo advertí: las cosas no iban a terminar bien si la Navidad la comenzábamos a celebrar el Día de Muertos. Nadie me hizo caso y las fiestas, ágapes y reuniones comenzaron a ser cada vez más frecuentes y más fragorosas. El resultado está a la vista: por bien entrenado que esté, no hay organismo que resista sesenta fiestas seguidas.
No voy a decir que hice una investigación exhaustiva, porque mi propio ser ya comenzaba a dar muestras de inasistencia, pero en las reuniones navideñas que me tocó asomarme contemplé el mismo espectáculo entre irreal y sombrío: los convidados ya tenían esa cara extraviada y ese vencimiento muscular que suelen tener los boxeadores que, tras consultar con su mánager, han decidido ya no salir para el séptimo round.
La mayoría de ellos llega a la reunión –supuestamente mística y gozosa– después de haber visitado, en menos de tres horas, a seis familias de muy diversas cataduras y de las más variadas preferencias alcohólicas, es decir, ya traen seis fogonazos que incluyen desde brandy nacional hasta licor de limón; ya se encamotaron con los regalos y le dieron a su jefe un juego de ropa interior de encaje; la esposa viene putrefacta porque el señor contó un chiste pelado y nadie se rió. Los niños también vienen medio sarazos y con un motín gástrico provocado por el recio fruit cake mezclado con rompope y vermut; su único deseo es la venganza, la aniquilación de sus parientes y la eterna inutilización de las alfombras.
Los invitados adultos parecen recién desenterrados de Ciudad Juárez y si todavía se atreven a pedir un “jaibol suavecito”, es porque el alma azteca es indomable, pero ya están pensando en el gastroenterólogo que van a consultar el lunes a primera hora.
Fija la mirada, náufrago el cerebro, ausente el tono muscular, ya nadie quiere hablar del presupuesto de egresos 2008 o de la ley de la familia, o del Kenagate... o de nada.
Los mejores temas de conversación se pierden en el vacío y lo único que se alcanza a oír con nitidez son las enérgicas obras de desmodelación que los niños están haciendo en alguna parte de la casa de interés social.
Todos llegaron bañados, arregladitos y con corbata; a estas alturas ya parecen coro de Los miserables.
Éste sería otro reto para la ciencia mundial: ¿Dónde le cabe a un mexicano una cantidad tan brutal de bebidas y víveres que embodega en plazos tan breves?
Termina la cena y viene el gustado momento de los regalos. Los niños avanzan con el golpe triunfal de los berrendos. Los adultos intercambian desde regalos buenos hasta aquellos que se anuncian con las fatídicas palabras: “Es una porquerillita, pero la hice yo misma con cariño”.
Revisando el regalo se comprueba la fatal exactitud del prólogo; sí es una porquerillita, es indudable que la hizo ella misma y, lo único que está por verse es lo del mucho cariño.
Los niños quieren armar ahí mismo sus regalos y si resulta que no traen las pilas o que falta una pieza, se tiran al suelo y actúan la escena final de alguna ópera alemana.
La casa queda como bombardeada. Yo siento en el alma unas ganas inmensas de llorar.