Gabriel Zaid puso en evidencia los meritos poéticos del Brindis del bohemio en alguna memorable nota. Un tío mío, por su parte, se encargó de mostrarme los océanos de melcocha, las cataratas de cursilería y las estalactitas de sensiblería que podían manifestarse durante la recitación de tan popular pieza poética.
Era, para mí, uno de los momentos más intensos y agridulces de la celebración del Año Nuevo. Durante un buen rato los convidados estábamos más o menos en paz. Los peques bebíamos copas de Delaware Punch mientras observábamos las fotografías familiares que decoraban la sala. Ahí estaba la abuela de mi madre que, según el consenso general, era una santa. Yo veía la foto tratando de discernir los rasgos de la santidad y lo único que veía era una señora igualita a nuestra Elba Esther Gordillo.
Ahí estaban también los dueños de la casa el día de su boda en una foto retocada para que se vieran rodeados de una especie de luz mística. Las cabezas de ambos reposaban una en la otra y él, sobre todo, tenía un aire de resignada melancolía, como si ya previera el infierno que le esperaba por haberse casado con una buena mujer.
Ver esa foto y aquilatar las bondades de la soltería era todo uno. Estaban todos quietecitos. Casi tan quietecitos como nosotros. Era una reunión aburridísima. Mis tíos acusaban los demoledores efectos del bacalao, el vino blanco y los jaiboles, y ahí se estaban en la sala como leones disecados. Mis tías tampoco daban señales de vida. Su insólita quietud obedecía, en parte, a que estaban deshidratadas después de haber llorado el 24 y 25 con vehemencia como marranito huérfano y, en parte, a que todas estaban sentidas unas con otras a causa de los espantosos regalos que habían intercambiado. Resumiendo: la situación era tensa. Pasaba Leonor, la mucama, con una charolita que contenía una botana que era la especialidad de la casa: nueces fritas con una tira de tocino alrededor. Esas nueces eran inenarrables. Si se las comía uno calientes se calcinaba uno la boca y las indelebles laceraciones alcanzaban tráquea y esófago. Si aleccionado por alguna experiencia anterior las dejaba uno enfriarse, entonces las malditas nueces sabían como a cebo de iguana y resultaban incomibles.
A mí me gustaba que las repartieran porque disfrutaba viendo a mis tíos con los ojos desorbitados, escupiendo la nuez en la mano y guardándosela en algún bolsillo, mientras maldecían entre dientes a la anfitriona. Fue un caso de notable persistencia. Más de 7 años pasamos ahí el Año Nuevo y nunca faltaron las nuecesitas con tocino y nunca hubo quien le dijera a mi tía que sus nueces eran una absoluta porquería. Es que también ella era una santa.
Daban las doce. Nos comíamos las doce uvas. Nos abrazábamos con cierto desgano. Una tía política me abrazaba y, año con año me decía: “No necesito decirte nada, tú sabes lo que siento por ti”. La verdad, yo me quedaba perplejísima. Hasta la fecha, no sé que sentía mi parienta por mí, pero sospecho que era entre desprecio y repugnancia, porque el resto del año me evitaba minuciosamente.
Venía luego la cena, que era una hábil recomposición de las sobras navideñas y, a los postres, el número fuerte: mi tío Cuate recitando el Brindis del bohemio. Impresionante. Yo miraba alelada la metamorfosis de un modesto y chaparrito empleado bancario en una especie de energúmeno vociferante.
Era un proceso gradual. Lo de “En torno de una mesa de cantina” lo decía con voz suave y casual, como si no pasara nada. Poco a poco iba metiendo presión. Cuando llegaba el “por mi madre, bohemios”, ya se había quitado el saco, el pelo lo tenía totalmente erizado, la corbata ladeada, los lentes empañados y pegaba unos gritos terribles.
Leonor se asomaba desde la cocina pensando que el pavo se había incendiado, y los comensales mirábamos todos para otro lado víctimas de un ataque colectivo de pena ajena. Era como hidrofobia. Cuando terminaba, todos aplaudíamos aliviados. Su esposa le pasaba un kleenex para que se secara las lágrimas y comentaba: “El Cuate siempre ha sido muy sensible”.
Quede este daguerrotipo de mis años nuevos ya idos como regalo y brindis por un 2008 grato y llevadero. Por ustedes, bohemios, bebo y brindo.
domingo, 30 de diciembre de 2007
jueves, 27 de diciembre de 2007
Machismo de mierda
Cuánta jodidencia hay en los hombres.
Cuánta puta violencia pueden generar.
Al menos yo, yo ya no voy a permitir que me hagan daño.
Valiente machista...
Cuánta puta violencia pueden generar.
Al menos yo, yo ya no voy a permitir que me hagan daño.
Valiente machista...
Ingeniero de almas
Dime, ¿has visto a alguien dormir con los ojos abiertos? La mirada se pierde y el frío de la noche parece no hacerte daño, como si tuvieras el alma incendiada y la piel fuese una cáscara tersa a prueba de fuego. Todo arde, todo brilla, excepto tus ojos, la pitonisa acabó de eliminar el centelleo con un soplo, como si tu alegría hubiese sido tan sólo una vela sobre el pastel del recuerdo.
Aquella noche la plaza estaba desierta de clientes, y el cielo repleto de estrellas. Faltaba una media hora para empezar el montaje para el espectáculo, la gente se alimentaba frugalmente sobre la fría precisión de las mesas de acero desnudo y la camaradería podía sentirse en el aire. Y la silueta de la nueva caperuza monopolizaba la atención de los operarios, como si se tratase de un fogón enorme en medio de una selva oscura poblada de árboles tristes.
La luna extendía tiernamente el manto de su luz sobre el suelo áspero y por el centro de la plataforma apareció la silueta oscura de un hombre que parecía surgir de la penumbra, el ingeniero de almas; sus alas se habían marchitado hace años, era sumamente arisco, aun con sus más cercanos colaboradores.
El menos temeroso se acercó a su oscura presencia y le solicitó que los acompañara en la cena; mas no recibió ni siquiera una mirada. El ingeniero de almas volteó y siguió su camino ascendente hasta llegar a la claridad del balcón, donde su figura se erigía en aislamiento, con la misma lejana e imponente frialdad de los témpanos de hielo en el ártico.
La caperuza asustada por aquel extraño individuo preguntó el porqué de su actitud. Entonces el fauno, quien hace unos instantes le ofreció la cena, dijo que nadie sabía exactamente lo ocurrido, mas se rumora que alguna vez aquel lejano personaje había estado perdidamente enamorado de la estrella de la tarde; una pitonisa de suerte cambiante.
¿Alguna vez has visto el brillo en los ojos de los niños cuando observan el juguete de sus sueños? Es como si tomaras todas las ganas que tuvieses en el alma y las mezclaras con la ingenuidad del deseo sublime, con tal combinación es instantánea la reacción que produce ese fulgor en la mirada, y los adultos la añoran tanto…
Cuentan que la primera vez que la vio, sus ojos adquirieron súbitamente aquel fulgor inusitado, como por arte de magia. Ella yacía ensimismada, como alucinando sobre el rostro de aquel hombre que era un completo extraño en su vida.
Entonces la estrella de la tarde, sin siquiera abrir su boca, le dijo palabras que lo dejaron en trance y una vez que acabó de decirlas, se encargó de esconderlas para mantener intacto el brillo encantador de sus ojos. El tiempo pasó y la estrella de la tarde fue su alma gemela durante mucho tiempo, hasta que por un azar del destino sus caminos se separaron, ella tuvo una nueva oferta de trabajo que le resultaba irresistible. El día en que él la abrazó finalmente en despedida, ella arrancó al separarse un pedazo de su alma y sus ojos se oscurecieron al recordar la primera frase que le había profesado:
“Tu vas a trabajar en este sitio, hasta después de que yo me haya ido”.
Las palabras vinieron a su presencia con la intensidad de un deja vu, y cuando se recuperó del trance, ya la mujer se había largado sin dejar rastro alguno ni forma de localizarla. A los ojos de los demás le fue fácil olvidarse de ella, pero sus ojos habían perdido brillo y se volvió más huraño que de costumbre. Pasaba el tiempo tratando de recordar el resto del vaticinio original, del que sólo tenía ahora la parte inicial. Las personas se dibujaban como fantasmas a su alrededor, y siguió su lucha por convertirlas en variables del complejo sistema que a su mente se le encomendó diseñar, quería ser un Ingeniero de Almas.
¿Has tratado alguna vez de ensimismarte tanto en tus pensamientos que tan sólo dejas de sentir? La soledad extrema puede causar ese efecto en las personas. Y para llegar a diseñar el sistema perfecto, el ingeniero de almas se deshizo de la compañera que durante cuatro años y medio endulzó sus días con las tibias caricias del amor. Cuando el último de los afectos que aún se resistían a morir marchitos en su corazón hubo expirado, apareció ante él la perfecta máquina de almas, y junto con esta visión también la segunda parte del vaticinio.
“Luego inventarás una forma de que todo encaje aquí, y yo me iré para siempre”.
Lo que quedó en sus ojos era el vago resplandor de la humanidad que todavía lo habitaba. En su lucha contra los sentimientos, había ganado cruentas batallas y se había vuelto inmutable, nada parecía conmoverle, el llanto de su madre podía recorrer por su piel sin hacer el menor efecto. Se había separado de su más cercano amigo en la plaza y se alejaba como una barca desolada en la marea del abandono.
Bueno, eso es todo lo que se sabe de este ingeniero de almas, las dos frases que te conté, caperuza, me las dijo él mismo en alguna ocasión que se pasó de tragos, pero no acepta haberse enamorado, y el brillo de sus ojos todavía existía, hasta hace unos instantes. Cuando me clavó sus ojos antes de subir por la escalera, su mirada estaba completamente vacía, era como una sombra, como cuando te apagan la luz de una habitación súbitamente y no alcanzas a ver nada, esa oscuridad tenían sus ojos.
La caperuza, entonces regresó a ver a la figura del ingeniero de almas, inmóvil sobre el balcón, vigilando a todos los que yacían mansos bajo su manto de temerosa tranquilidad, cuando capturó en sus ojos una mirada, la caperuza leyó la última frase del vaticinio, y recordó tristemente que esta ciudad por la tarde había sido arrasada por una erupción volcánica.
“Cuando el fuego llegue del volcán que guarda la ciudad de las cascadas, te quedarás solo, para siempre”.
Aquella noche la plaza estaba desierta de clientes, y el cielo repleto de estrellas. Faltaba una media hora para empezar el montaje para el espectáculo, la gente se alimentaba frugalmente sobre la fría precisión de las mesas de acero desnudo y la camaradería podía sentirse en el aire. Y la silueta de la nueva caperuza monopolizaba la atención de los operarios, como si se tratase de un fogón enorme en medio de una selva oscura poblada de árboles tristes.
La luna extendía tiernamente el manto de su luz sobre el suelo áspero y por el centro de la plataforma apareció la silueta oscura de un hombre que parecía surgir de la penumbra, el ingeniero de almas; sus alas se habían marchitado hace años, era sumamente arisco, aun con sus más cercanos colaboradores.
El menos temeroso se acercó a su oscura presencia y le solicitó que los acompañara en la cena; mas no recibió ni siquiera una mirada. El ingeniero de almas volteó y siguió su camino ascendente hasta llegar a la claridad del balcón, donde su figura se erigía en aislamiento, con la misma lejana e imponente frialdad de los témpanos de hielo en el ártico.
La caperuza asustada por aquel extraño individuo preguntó el porqué de su actitud. Entonces el fauno, quien hace unos instantes le ofreció la cena, dijo que nadie sabía exactamente lo ocurrido, mas se rumora que alguna vez aquel lejano personaje había estado perdidamente enamorado de la estrella de la tarde; una pitonisa de suerte cambiante.
¿Alguna vez has visto el brillo en los ojos de los niños cuando observan el juguete de sus sueños? Es como si tomaras todas las ganas que tuvieses en el alma y las mezclaras con la ingenuidad del deseo sublime, con tal combinación es instantánea la reacción que produce ese fulgor en la mirada, y los adultos la añoran tanto…
Cuentan que la primera vez que la vio, sus ojos adquirieron súbitamente aquel fulgor inusitado, como por arte de magia. Ella yacía ensimismada, como alucinando sobre el rostro de aquel hombre que era un completo extraño en su vida.
Entonces la estrella de la tarde, sin siquiera abrir su boca, le dijo palabras que lo dejaron en trance y una vez que acabó de decirlas, se encargó de esconderlas para mantener intacto el brillo encantador de sus ojos. El tiempo pasó y la estrella de la tarde fue su alma gemela durante mucho tiempo, hasta que por un azar del destino sus caminos se separaron, ella tuvo una nueva oferta de trabajo que le resultaba irresistible. El día en que él la abrazó finalmente en despedida, ella arrancó al separarse un pedazo de su alma y sus ojos se oscurecieron al recordar la primera frase que le había profesado:
“Tu vas a trabajar en este sitio, hasta después de que yo me haya ido”.
Las palabras vinieron a su presencia con la intensidad de un deja vu, y cuando se recuperó del trance, ya la mujer se había largado sin dejar rastro alguno ni forma de localizarla. A los ojos de los demás le fue fácil olvidarse de ella, pero sus ojos habían perdido brillo y se volvió más huraño que de costumbre. Pasaba el tiempo tratando de recordar el resto del vaticinio original, del que sólo tenía ahora la parte inicial. Las personas se dibujaban como fantasmas a su alrededor, y siguió su lucha por convertirlas en variables del complejo sistema que a su mente se le encomendó diseñar, quería ser un Ingeniero de Almas.
¿Has tratado alguna vez de ensimismarte tanto en tus pensamientos que tan sólo dejas de sentir? La soledad extrema puede causar ese efecto en las personas. Y para llegar a diseñar el sistema perfecto, el ingeniero de almas se deshizo de la compañera que durante cuatro años y medio endulzó sus días con las tibias caricias del amor. Cuando el último de los afectos que aún se resistían a morir marchitos en su corazón hubo expirado, apareció ante él la perfecta máquina de almas, y junto con esta visión también la segunda parte del vaticinio.
“Luego inventarás una forma de que todo encaje aquí, y yo me iré para siempre”.
Lo que quedó en sus ojos era el vago resplandor de la humanidad que todavía lo habitaba. En su lucha contra los sentimientos, había ganado cruentas batallas y se había vuelto inmutable, nada parecía conmoverle, el llanto de su madre podía recorrer por su piel sin hacer el menor efecto. Se había separado de su más cercano amigo en la plaza y se alejaba como una barca desolada en la marea del abandono.
Bueno, eso es todo lo que se sabe de este ingeniero de almas, las dos frases que te conté, caperuza, me las dijo él mismo en alguna ocasión que se pasó de tragos, pero no acepta haberse enamorado, y el brillo de sus ojos todavía existía, hasta hace unos instantes. Cuando me clavó sus ojos antes de subir por la escalera, su mirada estaba completamente vacía, era como una sombra, como cuando te apagan la luz de una habitación súbitamente y no alcanzas a ver nada, esa oscuridad tenían sus ojos.
La caperuza, entonces regresó a ver a la figura del ingeniero de almas, inmóvil sobre el balcón, vigilando a todos los que yacían mansos bajo su manto de temerosa tranquilidad, cuando capturó en sus ojos una mirada, la caperuza leyó la última frase del vaticinio, y recordó tristemente que esta ciudad por la tarde había sido arrasada por una erupción volcánica.
“Cuando el fuego llegue del volcán que guarda la ciudad de las cascadas, te quedarás solo, para siempre”.
miércoles, 26 de diciembre de 2007
Ser mexicano en Navidad
Creo que ahora sí nos excedimos. Me cuentan y la historia así lo comprueba, que las sociedades exasperadas, confusas o deprimidas suelen buscar en la desmesura y en los excesos un remedio para los males de su espíritu.
En México esto es difícil de discernir porque ya somos pachangueros de nacencia. Es más fácil estudiar este fenómeno entre culturas como la alemana, que normalmente dedica sus enteras energías a desarrollar un nuevo tornillo, o un revolucionario aparato para depilar la nariz y que sólo se entrega al orgiástico desmadre cuando pierden una guerra o una copa mundial de futbol. Es decir, los teutones suelen ser mesurados y sus esporádicas desmesuras son mundialmente catastróficas.
Los mexicanos tendemos naturalmente a la desmesura y cuando se nos pasa la mano, como es el caso del diciembre actual, las consecuencias recaen directamente sobre nosotros y son un gran incentivo para los laboratorios que fabrican medicamentos estomacales y calmantes hepáticos.
En su momento lo advertí: las cosas no iban a terminar bien si la Navidad la comenzábamos a celebrar el Día de Muertos. Nadie me hizo caso y las fiestas, ágapes y reuniones comenzaron a ser cada vez más frecuentes y más fragorosas. El resultado está a la vista: por bien entrenado que esté, no hay organismo que resista sesenta fiestas seguidas.
No voy a decir que hice una investigación exhaustiva, porque mi propio ser ya comenzaba a dar muestras de inasistencia, pero en las reuniones navideñas que me tocó asomarme contemplé el mismo espectáculo entre irreal y sombrío: los convidados ya tenían esa cara extraviada y ese vencimiento muscular que suelen tener los boxeadores que, tras consultar con su mánager, han decidido ya no salir para el séptimo round.
La mayoría de ellos llega a la reunión –supuestamente mística y gozosa– después de haber visitado, en menos de tres horas, a seis familias de muy diversas cataduras y de las más variadas preferencias alcohólicas, es decir, ya traen seis fogonazos que incluyen desde brandy nacional hasta licor de limón; ya se encamotaron con los regalos y le dieron a su jefe un juego de ropa interior de encaje; la esposa viene putrefacta porque el señor contó un chiste pelado y nadie se rió. Los niños también vienen medio sarazos y con un motín gástrico provocado por el recio fruit cake mezclado con rompope y vermut; su único deseo es la venganza, la aniquilación de sus parientes y la eterna inutilización de las alfombras.
Los invitados adultos parecen recién desenterrados de Ciudad Juárez y si todavía se atreven a pedir un “jaibol suavecito”, es porque el alma azteca es indomable, pero ya están pensando en el gastroenterólogo que van a consultar el lunes a primera hora.
Fija la mirada, náufrago el cerebro, ausente el tono muscular, ya nadie quiere hablar del presupuesto de egresos 2008 o de la ley de la familia, o del Kenagate... o de nada.
Los mejores temas de conversación se pierden en el vacío y lo único que se alcanza a oír con nitidez son las enérgicas obras de desmodelación que los niños están haciendo en alguna parte de la casa de interés social.
Todos llegaron bañados, arregladitos y con corbata; a estas alturas ya parecen coro de Los miserables.
Éste sería otro reto para la ciencia mundial: ¿Dónde le cabe a un mexicano una cantidad tan brutal de bebidas y víveres que embodega en plazos tan breves?
Termina la cena y viene el gustado momento de los regalos. Los niños avanzan con el golpe triunfal de los berrendos. Los adultos intercambian desde regalos buenos hasta aquellos que se anuncian con las fatídicas palabras: “Es una porquerillita, pero la hice yo misma con cariño”.
Revisando el regalo se comprueba la fatal exactitud del prólogo; sí es una porquerillita, es indudable que la hizo ella misma y, lo único que está por verse es lo del mucho cariño.
Los niños quieren armar ahí mismo sus regalos y si resulta que no traen las pilas o que falta una pieza, se tiran al suelo y actúan la escena final de alguna ópera alemana.
La casa queda como bombardeada. Yo siento en el alma unas ganas inmensas de llorar.
En México esto es difícil de discernir porque ya somos pachangueros de nacencia. Es más fácil estudiar este fenómeno entre culturas como la alemana, que normalmente dedica sus enteras energías a desarrollar un nuevo tornillo, o un revolucionario aparato para depilar la nariz y que sólo se entrega al orgiástico desmadre cuando pierden una guerra o una copa mundial de futbol. Es decir, los teutones suelen ser mesurados y sus esporádicas desmesuras son mundialmente catastróficas.
Los mexicanos tendemos naturalmente a la desmesura y cuando se nos pasa la mano, como es el caso del diciembre actual, las consecuencias recaen directamente sobre nosotros y son un gran incentivo para los laboratorios que fabrican medicamentos estomacales y calmantes hepáticos.
En su momento lo advertí: las cosas no iban a terminar bien si la Navidad la comenzábamos a celebrar el Día de Muertos. Nadie me hizo caso y las fiestas, ágapes y reuniones comenzaron a ser cada vez más frecuentes y más fragorosas. El resultado está a la vista: por bien entrenado que esté, no hay organismo que resista sesenta fiestas seguidas.
No voy a decir que hice una investigación exhaustiva, porque mi propio ser ya comenzaba a dar muestras de inasistencia, pero en las reuniones navideñas que me tocó asomarme contemplé el mismo espectáculo entre irreal y sombrío: los convidados ya tenían esa cara extraviada y ese vencimiento muscular que suelen tener los boxeadores que, tras consultar con su mánager, han decidido ya no salir para el séptimo round.
La mayoría de ellos llega a la reunión –supuestamente mística y gozosa– después de haber visitado, en menos de tres horas, a seis familias de muy diversas cataduras y de las más variadas preferencias alcohólicas, es decir, ya traen seis fogonazos que incluyen desde brandy nacional hasta licor de limón; ya se encamotaron con los regalos y le dieron a su jefe un juego de ropa interior de encaje; la esposa viene putrefacta porque el señor contó un chiste pelado y nadie se rió. Los niños también vienen medio sarazos y con un motín gástrico provocado por el recio fruit cake mezclado con rompope y vermut; su único deseo es la venganza, la aniquilación de sus parientes y la eterna inutilización de las alfombras.
Los invitados adultos parecen recién desenterrados de Ciudad Juárez y si todavía se atreven a pedir un “jaibol suavecito”, es porque el alma azteca es indomable, pero ya están pensando en el gastroenterólogo que van a consultar el lunes a primera hora.
Fija la mirada, náufrago el cerebro, ausente el tono muscular, ya nadie quiere hablar del presupuesto de egresos 2008 o de la ley de la familia, o del Kenagate... o de nada.
Los mejores temas de conversación se pierden en el vacío y lo único que se alcanza a oír con nitidez son las enérgicas obras de desmodelación que los niños están haciendo en alguna parte de la casa de interés social.
Todos llegaron bañados, arregladitos y con corbata; a estas alturas ya parecen coro de Los miserables.
Éste sería otro reto para la ciencia mundial: ¿Dónde le cabe a un mexicano una cantidad tan brutal de bebidas y víveres que embodega en plazos tan breves?
Termina la cena y viene el gustado momento de los regalos. Los niños avanzan con el golpe triunfal de los berrendos. Los adultos intercambian desde regalos buenos hasta aquellos que se anuncian con las fatídicas palabras: “Es una porquerillita, pero la hice yo misma con cariño”.
Revisando el regalo se comprueba la fatal exactitud del prólogo; sí es una porquerillita, es indudable que la hizo ella misma y, lo único que está por verse es lo del mucho cariño.
Los niños quieren armar ahí mismo sus regalos y si resulta que no traen las pilas o que falta una pieza, se tiran al suelo y actúan la escena final de alguna ópera alemana.
La casa queda como bombardeada. Yo siento en el alma unas ganas inmensas de llorar.
lunes, 24 de diciembre de 2007
Besos en Re menor
Un tinto en una copa de coñac, un camel smooth comprado con la excitación de aceptar la invitación tan compleja ... y el sonido del piano entre las persianas de madera semiabiertas, de manera que permitían penetrar los rayos de sol por la alcoba, el aroma del tabaco y el blues en el aire envolvían mi cuerpo…
Quiero sacar tu ser en melodía, eres oscura y luminosa a la vez... me decía mientras intentaba entonarme; era una experiencia alucinante, cada tecla movía una cuerda de mi cuerpo y al parecer realmente estaba encontrándola ya que con sólo tocarla podía excitar mis sentidos…
Sonreí tiernamente a estas palabras, habían trascurrido unas horas desde que era acariciada por él, en su alcoba, mientras recordaba cómo lo había conocido como restaurador de museos. En esa mañana luego de llevarme por todos los sitios turísticos, me invitó a conocer sus obras de arte, yo no podía negarme, me parecía tan interesante mirar la plasmación de su mente.
El único problema fue que las obras estaban en su cuarto. La noche anterior entre el sonido de la cuidad imperiosa y guantanamera nos habíamos dado el primer beso.
Más o menos es por re menor, déjame ver...
Dejó de tocar el piano, se acercó a mi rostro y con una mano me acercó hacia él diciendo en mi oído:
- me alucinas...
Sergio era un ser hermoso, su aspecto era el de un chileno aniñado; rubio, de ojos castaños, mirada profunda y un aire de pintor que me embriagaba.
¿Qué color te gusta?, me preguntó con voz baja y taciturna, dejando el blues del piano para sentarme entre las teclas del mismo como toda musa famosa de las películas gringas.
Violeta, le respondí cruzando las piernas para que el olor de mi sexo no envolviera el aire que circulaba entre mi aliento y el suyo.
Se levantó abruptamente, sacó de su morral tinta china de este color y empezó a dibujar una mujer desnuda en mis piernas...
¡Mis hormonas!, no podía resistirlo, de su boca brotaban versos de amor endulzando mi cuerpo, y con sus manos dibujaba mi desnudez...
-Necesito más lienzo, mujer...
Lentamente me retiró la ropa que fue cayendo una a una por su alcoba, mientras él sacaba más colores y pintaba en mis pechos las rodillas de esta mujer abrasadora...
Mientras me decía estas palabras, bajaba por mi cuerpo besando cada poro de mi piel, hasta llegar a mi vientre, donde empezó a saborearme con intensidad única. …Un orgasmo, dos, tres… mi cuerpo no podía más, me sentía perdida entre los gritos y el sudor de mi rostro…
Al día siguiente mi silueta tenía el cuadro más perfecto de todos y sus uñas tenían restos de mi piel. Pues sí, lo había logrado, curó mi dolor. Ya sólo existía placer en mis ojos.
Quiero sacar tu ser en melodía, eres oscura y luminosa a la vez... me decía mientras intentaba entonarme; era una experiencia alucinante, cada tecla movía una cuerda de mi cuerpo y al parecer realmente estaba encontrándola ya que con sólo tocarla podía excitar mis sentidos…
Sonreí tiernamente a estas palabras, habían trascurrido unas horas desde que era acariciada por él, en su alcoba, mientras recordaba cómo lo había conocido como restaurador de museos. En esa mañana luego de llevarme por todos los sitios turísticos, me invitó a conocer sus obras de arte, yo no podía negarme, me parecía tan interesante mirar la plasmación de su mente.
El único problema fue que las obras estaban en su cuarto. La noche anterior entre el sonido de la cuidad imperiosa y guantanamera nos habíamos dado el primer beso.
Más o menos es por re menor, déjame ver...
Dejó de tocar el piano, se acercó a mi rostro y con una mano me acercó hacia él diciendo en mi oído:
- me alucinas...
Sergio era un ser hermoso, su aspecto era el de un chileno aniñado; rubio, de ojos castaños, mirada profunda y un aire de pintor que me embriagaba.
¿Qué color te gusta?, me preguntó con voz baja y taciturna, dejando el blues del piano para sentarme entre las teclas del mismo como toda musa famosa de las películas gringas.
Violeta, le respondí cruzando las piernas para que el olor de mi sexo no envolviera el aire que circulaba entre mi aliento y el suyo.
Se levantó abruptamente, sacó de su morral tinta china de este color y empezó a dibujar una mujer desnuda en mis piernas...
¡Mis hormonas!, no podía resistirlo, de su boca brotaban versos de amor endulzando mi cuerpo, y con sus manos dibujaba mi desnudez...
-Necesito más lienzo, mujer...
Lentamente me retiró la ropa que fue cayendo una a una por su alcoba, mientras él sacaba más colores y pintaba en mis pechos las rodillas de esta mujer abrasadora...
Mientras me decía estas palabras, bajaba por mi cuerpo besando cada poro de mi piel, hasta llegar a mi vientre, donde empezó a saborearme con intensidad única. …Un orgasmo, dos, tres… mi cuerpo no podía más, me sentía perdida entre los gritos y el sudor de mi rostro…
Al día siguiente mi silueta tenía el cuadro más perfecto de todos y sus uñas tenían restos de mi piel. Pues sí, lo había logrado, curó mi dolor. Ya sólo existía placer en mis ojos.
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