Llegar a casa y sentir un nudo en la garganta.
Tienes ganas de llorar, quizá te sientes sola, quizá es sólo una maldita y repentina melancolía sin razón.
Pero ahí está el sentimiento y ahí estás tú en tu cuarto sola. De cierta forma de autocompadeces sólo para reprenderte al siguiente segundo porque nunca te lo has permitido.
¿Eres fuerte? ¿Qué tan fuerte? ¿Cuánto tiempo vas a poder detener el llanto?
Te cuestionas muchas cosas como, por ejemplo, si alguna vez te has dejado caer, realmente caer. Y tienes miedo, tal vez esta sea de las pocas veces que aceptes que tienes miedo.
Ese mismo miedo te impide hablar de las cosas que lo causan. No quieres llorar sola pero estás sola. Quisieras tomar el teléfono y marcar el número, pero sabes que no tienes derecho a importunar a alguien que se está divirtiendo.
Entonces fluye, nunca has sido buena para postergar las lágrimas y te sientes tan tonta llorando ahí que quisieras dormirte y despertar habiendo olvidado todo.
Cada error, cada reproche, cada sueño incumplido... todo se te viene ahora encima como una terrible maldición ¿Por qué ahora? ¿Por qué esta madrugada?
No tienes derecho a compadecerte, has sido tú la que ha dado cada paso, la que ha tomado cada decisión.
Maldita fiebre...