A pesar de ser rebelde y terca por naturaleza, siempre he confiado en que la vida es más sabia que yo y, por tanto, tengo mucho que aprenderle.
A veces te llueve sobre mojado, otras la sequía desespera, a veces la tempestad y la calma verdaderamente parecen la misma cosa. Pero todas esas veces la vida te pone enfrente lo que necesitas, te guste o no.
Caminé por el pasillo del Salón Morelos hasta llegar a la mesa en la que me esperaban Luis y Liliana, estaba sorteando mesas cuando me fijé que la mesa de al lado, que antes estaba vacía, ahora era ocupada por dos hombres cuya presencia resaltaba en el salón como dos estrellitas coloridas. Yo diría que parecían chamanes, otros dirían que se veían pintorescos.
Entre el ruido que ya para ese entonces me parecía infernal de una banda de covers más mala que la leche agria, el más joven de aquellos hombres intercambiaba palabras sueltas con nosotros: era imposible llevar una conversación si al ruido se le sumaba la distancia entre las mesas.
Después de un momento Luis acompañó a Liliana al baño, así que yo me encontré en la mesa sola. No había mucho hacia donde voltear: atrás de mí estaba la mesa de los acosadores guiña ojos, enfrente la pared, a un lado una columna y del otro la mesa con los chamanes, la mesa multitudinaria y al fondo la banda del infierno. Me decidí por ese lado de opciones múltiples.
El chamán más joven dejó su cerveza en la mesa y se acercó a mí -Enséñame tu mano izquierda- Yo obedecí de buena gana. Parado a mi lado me leyó la mano brevemente, en ningún momento buscó en mis ojos aprobación, sólo afirmaba. Evidentemente no pienso revelar lo que me dijo, sólo diré que lo que me dijo ya lo sabía y es cierto.
Cuando Liliana y Luis regresaron a la mesa, Benjamín (más tarde supe que ese es su nombre) dio por terminada la lectura y regresó a lo suyo.
Para mí es algo común que ciertas personas quieran leerme la mano o las cartas. Me lo han ofrecido muchísimas veces. Una vez me abordó una gitana en el Barrio Antiguo, para cuando me di cuenta ya estaba rodeada de gitanas y no me quedó de otra más que estirar la mano, otra vez me la leyó Raúl (en la facu) porque tenía algo que decirme, y ahora permití que el colorido Benjamín la leyera. Las demás veces siempre me he negado, como una respuesta instintiva, por más que me insistan, aunque intenten tentarme al asegurarme que tienen mucho qué decirme.
Supongo que sólo acepto cuando me toca escuchar el mensaje que la vida tiene para mí.