Todos los días amanecía bajo la misma luz. En un colchón tan mugroso como lleno de bichos podía estar. Abría los ojos y miraba en azul. Eso era lo mejor de su día. Después sentía calor, sudor, comezón en la cabeza, polvo por todos lados y recordaba dónde estaba.
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Entonces la sonrisa de un segundo atrás se convertía en perorata. Hablaba sola.
Todas las mañanas la vi hablando sola. A veces también la vi peinándose.
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La mirada sobre la calle. Viendo a los ejecutivos sin verlos. Teniendo a un paso –siempre a un paso– el escándalo de los motores despertando, el claxon de este Peugeot, de aquel camión, el grito de los vendedores de periódicos. El ruido estaba, el mundo estaba, ella no. Ella se concentraba en su cabello.
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Cuando llamó mi atención llevaba una trenza a mitad de la cabeza y estaba terminando la otra. Me le quedé mirando. Algo reclamaba. Hablaba con alguien. Para ella era como hablar con Nadie. Ahí estaba pero nadie lo veía. Nadie.
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Una vez la vi despertando y un hombre estaba del otro lado de su colchón. Pareció no importarle. Seguía hablando a Nadie. Y sabía que ése era su colchón.
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Otra vez estaba levantando sus cobijas. Hablaba mientras doblaba la de color marrón.
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Ese era su hogar, ubicado en medio de un par de fuentes sucias, frente a una vieja iglesia, entre bancas verdes, rodeada de ratas, de prostitutas, de alcohol y de bailarinas, elefantes y mariposas; era su paraíso en vías de desarrollo. Un paraíso pobre. Un paraíso tercermundista. Con bailarinas anémicas, elefantes sofocándose y venados sin uno de sus cuernos. Un paraíso para vomitar. O para cagarse en él. O pelear con él.
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Ella amanecía todas las mañanas y ahí se quedaba, acariciando su cabello, mirando.
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Soñaba todo su duelo.
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A veces un hombre acompañaba sus excesos.
A veces un nombre acompañaba sus excesos.
Nadie era quien acompañaba sus excesos.