La sangre vertida en los últimos días trajo a mi mente el imborrable recuerdo de mi primer y definitivo encuentro con la hematofagia. La chupada de sangre, pues. Era joven, bella y virginal. No puedo decir rubicunda y rozagante, porque la palidez me caracterizó desde que llegué a este mundo. ¡Ictericia!, dijeron los médicos. ¡Vampiro!, dijeron las viejas de la aldea. Los unos recetaron luz ultravioleta. Las otras ajo y estaca en el corazón.
Debo haber tenido tres años. En ese momento no estaba consciente de mi edad, pero puedo hacer el cálculo por el contexto que me rodeaba, el coche en que me llevaban, las calles por las que pasaba, el pañal que ya no usaba. Era un coche rojo. Venía en la parte de atrás, asomando mi pequeña y maquiavélica cabeza entre los asientos delanteros. Papá conducía y mamá era copiloto.
Ya casi no me dejaban manejar sobre sus piernas. Entonces no era tan mal visto como hoy. Una niña muerta en colisión junto a su padre era tomado como un acto de amor heroico, supongo. Eran los ochenta. Veníamos cruzando por lo que ahora sé, es Pino Suárez. Nos dirigíamos a casa de una amiga de la familia y había que envolver un regalo. Entonces, papá me alcanzó desde adelante un pliego de papel fantasía, con Mickey Mouses y corazones rosados.
Debido a mi inexperiencia en las formas y texturas de este mundo, además del movimiento y lo apresurado del momento, no reparé en cuan filoso el papel podía llegar a ser. Pero recuerdo claramente la sensación de mi carne rajándose por vez primera, esa impresión de ser fina y profundamente rebanada que da el papel cuando corta, el escalofrío que acompañó al dolor y el horror de ver brotar del pulgar, mi primera gota de sangre.
Grité con todas mis fuerzas segura de que me esperaba la muerte y nada ni nadie podría salvarme. Y entonces, en un acto impresionante a mis ojos, papá volteó, tomó mi mano y sin dudar, chupó mi dedo sangrante. De inmediato el dolor desapareció. Estaba impresionada por eso. Pero más de que mi papá chupara sangre. Mi destino. Y ahí se selló la alianza, el pacto de sangre con el único hombre que habría de amarme incondicionalmente. Y al que sigo amando, aunque un dìa como hoy, de hace 11 años, partió.